La luz roja del semáforo nos obligó a parar en la esquina de la avenida Prestes Maia y Senador Queirós, en el corazón de San Pablo. Hacía un calor terrible. Mi compañero esperaba impaciente que cambiara la luz. En el asiento de atrás, su hijo adolescente miraba distraído por la ventanilla del automóvil. De repente se acercó al auto un muchachito con una bolsa de manzanas en la mano.
-Seis por uno veinte -dijo con ojos suplicantes.
Era un niño de la calle, de esos que andan por las esquinas limpiando los parabrisas, vendiendo cualquier cosa, o simplemente pidiendo una limosna. De esos que, de tanto pedir, un día deciden "tirar y correr". Y después viven corriendo, y no paran de correr en toda su vida. Era un muchacho sencillo, de esos que sin saber se transforman en discursos inflamados y artículos como éste.
Mi compañero lo miró y, a pesar del calor sofocante, se dio el trabajo de buscar dinero en su bolsillo y comprar una bolsa de manzanas.
-¿Vas a comer eso aquí, en el auto?
-preguntó el hijo, con aire de experto-. ¡Esas manzanas están casi podridas!
-Yo no las compré para comer -respondió el padre-. Las compré para que el muchacho pueda comer.
¿Entendiste el mensaje?
Compromiso sería la palabra correcta en este caso. Todos tenemos que ver con todos. No somos islas. De alguna manera somos responsables por los que sufren, aunque vivamos en un mundo cada vez más egoísta, donde todos están contra todo el mundo, y donde todo el mundo trata sólo de protegerse y preocuparse por lo propio.
La dependencia es una ley de la vida. Dependencia, no en el sentido de falta de iniciativa propia, esperando que los demás hagan las cosas, sino dependencia en el sentido de saber que nuestras realizaciones, conquistas y victorias no son fruto apenas de nuestro propio esfuerzo, ya que otros también tuvieron que ver con eso. La tierra necesita de la lluvia para producir, pero la lluvia necesita primero ser nube, y para ser nube precisa del Sol; y el Sol, para calentar las aguas y producir la nube, necesita de la rotación de la Tierra.
Nadie es una isla. Todos precisamos de todos. Tal vez algunos precisen más que otros, y, si la vida nos hizo fuertes y nos colocó en un lugar privilegia do, es bueno preguntar: "¿Qué puedo hacer por mi prójimo?"
¿Soy capaz de levantar los ojos más arriba de mis intereses y comodidades y mirar hacia el hermano que está alado? ¿Pienso que el infortunio, el hambre, la necesidad, la enfermedad y a veces la muerte, son patrimonio exclusivo de los demás? ¿Seré capaz de extender la mano, mientras tengo mano? ¿Seré capaz de mirar con simpatía, mientras tengo ojos? Ojalá que sí, porque un día la tristeza puede golpear también a mi puerta y entonces tal vez sea demasiado tarde.