No os venguéis
vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios, porque escrito
está: "Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor"» (Romanos 12:
19).
Había
una vez un importante hombre de negocios que escuchó que un conocido suyo
estaba en la cárcel. Decidió visitarlo. Tras varias horas de conversación, el
empresario quedó muy impresionado. Cuando se iba, fue a ver al director de la
cárcel y le preguntó si iba a recomendar el indulto para su amigo. Prometió al
director que, si su amigo salía indultado, respondería por él y le daría empleo
en una de sus fábricas.
El
director de la cárcel accedió a recomendar el indulto. A la siguiente visita
del hombre de negocios, le entregó un documento. El indulto había sido
concedido. El director sugirió que no le entregara el indulto al preso hasta
después de haber hablado un poco más con él y así lo hizo. Cuando el benefactor
le preguntó al preso qué deseaba hacer con más ganas cuando estuviera en
libertad, el hombre se puso en pie y, mirando a través de los barrotes, dijo:
«Solo hay dos cosas que quiero hacer cuando salga.
Una es matar al juez que me
encerró aquí y la otra es matar al hombre que dijo a la policía dónde podían
encontrarme». El empresario rompió el indulto y se marchó.
Jesús
dijo: «Oísteis que fue dicho: "Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os
digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la
mejilla derecha, vuélvele también la otra"» (Mat 5:58,39). En otras palabras,
no tratéis de vengaros.
En
la vida cotidiana es raro que recibamos una bofetada, pero se nos insulta de
otras maneras. El mandato de Jesús de «poner la otra mejilla» se puede aplicar
perfectamente a esas situaciones de la vida diaria. ¿Acaso hay quien hable de
usted a sus espaldas? No haga lo mismo con él. ¿Un compañero de trabajo habla
mal de usted a su jefe? No le pague con la misma moneda.
Dios
nos manda: «No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino
amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev. 19:18). Jesús es nuestro ejemplo.
«Cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba,
sino que encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 Ped. 2:23). (Basado
en Mateo 5:38-42).