Un día se quejaba con otra madre y le decía:
—No puedo aguantar ya a este muchacho; me hace gastar mucho dinero en zapatos.
—Dale gracias a Dios de que tu hijo arruina zapatos —le respondió la dama.
—Y el tuyo, ¿cuántos destruye al año?
—Mi hijo no puede caminar, es paralítico para toda la vida —le respondió con voz entrecortada.
¿Cómo te sientes cuando a menudo escuchas esa monótona conversación quejumbrosa de alguien con quien te relacionas? ¿Verdad que molesta? Yo conviví con ese tipo de personas quejumbrosas en el colegio donde estudié. Una compañera de dormitorio y de clase se la pasaba con la queja en la lengua. Fue tanto el fastidio que nos ocasionaba que un día nos pusimos de acuerdo con las otras compañeras para hacerle ver el problema y ayudarla. No pasó mucho tiempo hasta que aprendió la lección. No fue fácil para ella quitarse ese mal hábito, pero al final del año nos agradeció por haberla ayudado.
No vale la pena quejarse a cada momento hasta de las insignificancias de la vida. Recordemos que lo que hablamos se queda grabado en nuestra mente, y de tanto repetirlo llegamos a creer que es verdad. Es así como una mentira adquiere legitimidad en la vida de una quejumbrosa. Entonces comienza a vivir en un mundo catastrófico, fatal e infortunado que ella misma ha fabricado. El nivel de los sollozos aumenta cuando se encuentran con otras gemidoras que disfrutan contando sus desgracias a los demás.
Yo, en cambio, te ofreceré sacrificios y cánticos de gratitud. Cumpliré las promesas que te hice. ¡La salvación viene del Señor! (Jonás 2: 9).
Busquemos sabiduría en la Palabra de Dios y alabemos sus beneficios y bendiciones recibidas. Mejor demos gracias por todo lo que él nos da.