Entonces llamó el nombre de Jehová que con ella hablaba: “Tú eres Dios que ve porque dijo: “¿No he visto también aquí al que me ve? Por lo cual llamó al pozo: Pozo del Viviente-que-me-ve. Génesis 16:13, 14
Agar, la sierva egipcia de Sarai, echa un rápido vistazo hacia donde se extienden las últimas tiendas de Abram, más allá de los campos de encinas. El desierto gris la recibe. Allí el viento gime, y el cielo parece juntarse con la tierra en un nubarrón sombrío y pegajoso. Pero Agar ya está decidida: el desierto es su única alternativa.
Aprovechando el sopor de la siesta, la esclava egipcia atraviesa presurosa la enramada de encinas. Va sollozando, dando tumbos entre las raíces que emergen de la tierra, hasta llegar al término del campamento donde las últimas tiendas parecen huesos blanquecinos. Su desamparo se torna infinito, como el horizonte que se presenta delante de ella hasta donde su vista logra alcanzar: imponente, desconocido y peligroso.
La envuelve un vaho sofocante proveniente del desierto, y la esclava se estremece. Agar sabe que su arrogancia frente a su ama ha acarreado su desgracia; y sabe que morirá desterrada en aquel arenal, donde el sol, sobre su cabeza, es una hoguera cruel. Las penurias del desierto son más devastadoras que la sumisión. Agar avanza hacia aquel tenebroso confín donde, en alguna parte, queda su Egipto natal.
Cuando por fin sus ojos advierten las primeras palmeras y divisan las oscuras aguas del manantial que está en el camino de Shur, su vigor casi se ha extinguido. Apenas puede llegar hasta la fuente y beber unas cuantas gotas de agua. Su vida parece haber llegado a su final, y allí se sienta a esperar la muerte. Pero Dios no se ha olvidado de la sierva egipcia de Sarai. Aunque Agar tiene una lección de humildad que aprender, los ojos de amor del Redentor del mundo velan por ella.
Es nuestro privilegio tener a Jesús a nuestro lado en todo tiempo y lugar. Sin embargo, debemos vaciar el alma de todo lo que pueda contaminarla o corromperla. Agar necesitaba revestirse de humildad, engalanarse con las prendas de la verdadera grandeza. Esta no proviene del orgullo propio, sino de nuestro respeto hacia los demás.