El dolor de los brazos
Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Apocalipsis 21:4
Hace unos días llegó a mis manos un poema titulado “Los dolores de mis brazos”, escrito por una amiga con quien había perdido contacto durante varios años. Al leerlo, pude tener una pequeña vislumbre del dolor que ella sufrió al perder a una hijita de muy tierna edad: “¡Cómo me duelen los brazos, cómo me duelen, mi niña! Me duele en ellos tu ausencia”. Esto me hizo pensar en todas las mujeres que, a lo largo de la historia, han sufrido ese mismo dolor en los brazos, el dolor de perder un hijo.
Pienso en Eva, la madre de la humanidad; al perder a su hijo Abel, recién comenzó a comprender lo que significaba la muerte. Me acuerdo de Noemí, que perdió a sus dos hijos, además de a su esposo, y tuvo que regresar a Belén con las manos vacías. Pienso en la viuda de Naín, que caminaba en el cortejo fúnebre detrás del cuerpo de su único hijo. Recuerdo a la esposa de Jairo, que se quedó atendiendo a su hijita mientras él corría en busca de Jesús. Pienso en María, la madre de nuestro Salvador; desde que Jesús nació, ella sabía que los días en que podría tenerlo en sus brazos estaban contados.
Y pienso en Jesús: nuestro amoroso Jesús, que no soportó ver el dolor de la humanidad, cuyo corazón se conmovía ante el sufrimiento humano. Y su compasión lo movía a la acción. Por eso a Noemí le dio un nieto para que lo tuviera en su regazo y llegara a sustentarla en su vejez. Por eso le devolvió el hijo a la viuda; y la preciosa hijita a Jairo y a su esposa. Por eso encomendó a su discípulo Juan que se encargara de su madre y fúera como un hijo para ella.
Si en esta tierra debes continuar con el dolor de los brazos vacíos, dejo contigo los versos de Graciela Bentancor Conde: Yo sé, tendré que esperar aquel día, no sé cuál, cuando tu ángel te regrese a mi regazo vacío.
Solo entonces, niña mía, dejarán de atormentarme los dolores de mis brazos